No hay nada que celebrar. Y una vez dicho, la de gente que te mira como si fueras extraterrestre. ¿Acaso no eres español? En verdad no hay nada que celebrar. El Día Nacional del Estado Español está infectado por cuarenta años de dictadura y por otros casi cuarenta de inercia. No existe la costumbre de pensar por qué un sector de la población española no se siente identificado por este día ni por lo que representa. La respuesta a esta desafección es tú eres español, esta es tu bandera y este es tu día. Te lo dicen con desprecio y reafirmando el orgullo por la patria, sin dar importancia a las razones por las que existen personas que no sienten emociones positivas hacia este acontecimiento de refuerzo nacional. Pero el hecho es que hay argumentos suficientes para repensar este día, nuestra historia y, por supuesto, la idea de España heredada por la mirada monolítica y rígida del fascismo español. En este país nos contaron una historia de España mitificada, ocultando o minimizando hechos que forman parte de la historia de este pueblo y glorificando otros que, en realidad, necesitan menos alabanzas, reconocimiento y admiración. No es algo particular del estado español. Todos los estados beben de la fuente de la mitología, exagerando las virtudes y escondiendo los defectos, y muchos de ellos han demostrado ser muy eficaces ya que una amplia mayoría de su población cree que determinados hechos no existieron, o estaban justificados o no fueron para tanto. Los turcos ni siquiera han reconocido el genocidio armenio o los estadounidenses pasan de puntillas por el genocidio indio. La crítica sobre la propia historia se reduce a sectores políticos e intelectuales muy concretos y, generalmente, no tiene una necesaria difusión porque afecta a un ideal construido e inventado sobre el que se sostienen las naciones, normalmente ungidas por el virtuosismo primigenio. La crítica que afecta al ideal de nación es rechazado por ser antipatriótica y su defensa te coloca en el lado de los enemigos de la nación.
¿Acaso no eres español?
Foto @gabalaui
Qué bonito sería que esas tres carabelas hubieran sido recibidas con admiración y los extremeños, vascos, castellanos, andaluces y portugueses hubieran civilizado y cristianizado pacíficamente a los salvajes con los que se encontraron, que por sus condiciones de vida y su cultura primitiva solo podían entender la presencia de los europeos como una bendición de dios. Qué bonito hubiera sido pero lo ocurrido no tiene nada que ver. En los libros de texto se nos habla de Cristobal Colón y otros valientes y arriesgados navegantes que descubrieron unas tierras ignotas pero muy poco de la aniquilación cultural y física de poblaciones enteras, de las violaciones de mujeres y de los asesinatos y de la exclavitud. Acciones que suelen acompañar a los descubrimientos y colonizaciones que fueron lideradas por gran parte de las actuales naciones europeas. La ocultación de la gravedad de estos hechos solo hace que se tenga una visión muy parcial y dirigida de un acontecimiento que, desde el punto de vista europeo, fue histórico. El descubrimiento estuvo acompañado de dolor, de sufrimiento y de muerte y por ello su celebración no puede olvidar estos dramáticos ingredientes. El 12 de octubre sería una fecha idónea para la reflexión, para la crítica, para el respeto y para la reparación pero no para exaltar los valores patrióticos que en su exasperación conducen a la brutalidad y la barbarie en contextos concretos. Cerrar los ojos ante la historia, en toda su crudeza, es un signo de estupidez y de fanatismo. Si no somos capaces de mirar a nuestra historia de frente, la cobardía y la ignorancia serán nuestros más fieles acompañantes.
La lectura de hechos y personajes históricos está infectada por el virus del nacionalismo español. El mismo que se vanagloria de los mártires canonizados por el Vaticano mientras olvida a las miles de personas que siguen desparecidas sin que sus familias hayan podido despedirse de ellas con la dignidad y el respeto que merecen. Si ha habido un nacionalismo violento, totalitario e intolerante es el español, afirmación que para muchos jóvenes, que han crecido en la demonización del nacionalismo vasco y catalán, seguramente les resultará extraña. Ese nacionalismo ha perdurado en estas últimas tres décadas oculto en la defensa de la idea de España, frente a la amenaza del separatismo, y en su simbología. Algunos se preguntan qué es lo que pasa con la bandera española, que hasta el partido comunista de Carrillo aceptó, y que nos representa a todos. ¿Cómo puede haber gente que la rechace? Se puede ventilar rápido el asunto si nos acogemos al argumento simple de que la rechazan los enemigos de España, los terroristas y los separatistas. Se podría haber elegido una bandera que realmente representara a todos los españoles, una bandera sin connotaciones políticas, pero no. Lo que se decidió fue quitar el pollo franquista pero mantener los colores bajo los cuales se asesinaron a miles de personas. Esta bandera rojigualda tiene una historia de sangre y muerte de la cual solo la ignorancia y la hipocresía pueden mantener inocente. Los nacionalistas españoles manejan los tiempos y el contenido que se necesita para convertir la rojigualda en un símbolo inocuo pero la historia lo que nos dice es que estos colores formaban y forman parte del imaginario fascista español. En una época en la que hay jóvenes que no saben señalar en un mapa dónde se encuentra Zaragoza y el fútbol es la principal fuente de identidad, un simple retoque estético fue suficiente para que se lleven estos colores en las pulseras, en los cinturones, en las camisetas o en los móviles. La actual bandera es el ejemplo de que la herencia fascista permanece, edulcorada y desprovista de significado. Una eficaz manera de mantenernos ignorantes de nuestra propia historia.
No está de moda hablar del nacionalismo español pero si hay algo que impide la crítica y la reflexión, y condena a la democracia a continuar en su minoría de edad, es esta mirada primitiva y prejuiciosa sobre lo que significa formar parte de este estado.
Ocultar o tergiversar la innegable realidad histórica supone establecer una tácita complicidad con las atrocidades perpetradas en el pasado, complicidad que propicia las del presente. La historia falseada y la institucionalizada amnesia hablan por sí mismas sobre la vergüenza y el orgullo de «ser español».
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Se podría decir que el pecado original del régimen actual tiene que ver con que no se rompió con los relatos hegemónicos que se impusieron durante la dictadura. Esa narrativa se impuso y se impone en las escuelas, en los medios, en el discurso oficial de todos los gobiernos que hemos tenido y a la vez se ha capado la crítica, se ha trivializado la reflexión, despachando los discursos antagónicos con adjetivos del tipo radicales, minoritarios, desnortados, etc. Ante la crítica se grita el «yo soy español» y así difícilmente se cambiarán las cosas.
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