Veinte años de cárcel dan para pensar. Tanto como para darse cuenta de que mientras uno ve pasar los años tras unos barrotes todo sigue igual y nada ha servido para algo. Los suficientes para buscar culpables y para renegar de todo aquello que ha ayudado a que esté sentado en una celda mirándose los dedos de las manos. Los mismos que apretaron los detonadores y el gatillo de la Herstal. Tantos años como para pensar en la violencia, el sufrimiento y el terror y darse cuenta de que esa vorágine se lo ha tragado a uno de los pies a la cabeza. Seguramente las confesiones no sirvan más que a quien las declama y al sistema judicial, necesitado de un relato que permita entender por qué alguien es capaz de poner una bomba lapa en los bajos de un coche o pegar un tiro en la nuca. La despolitización del conflicto y la conversión de los asesinos en simples asesinos son dos de los elementos que la política española pretende incluir en la interpretación de lo sucedido. Pero esto es una manera de ocultar la realidad, de hurtar a los ciudadanos una comprensión global de lo que ocurrió y de convertir a estos en menores de edad, incapaces de entender que la acción terrorista tenía una raíz política, lo cual evidentemente no convierte en legítima la acción armada.
El relato preponderante es el de la víctima, el de aquella que no entiende que hayan asesinado a sus padres, a sus hijos o a sus parejas. Es el relato del dolor, de la incomprensión, de la imposibilidad de aceptar lo ocurrido. La víctima merece el reconocimiento de su dolor y el apoyo pata mitigarlo, para reducirlo hasta un grado que le permita seguir viviendo. Desgraciadamente en el Estado Español el dolor de la víctima se ha utilizado política y electoralmente por los dos grandes partidos, que han detentado el poder en las últimas décadas, y por alguna de las Asociaciones de Víctimas que han preferido jugar en el tablero político con el sufrimiento de los que representan y no, precisamente, por su beneficio. La asunción del relato de las víctimas por parte del Estado, sin preocuparse por el equilibrio entre cierto distanciamiento emocional y la necesaria comprensión de su dolor, ha llevado a que se hayan violentado derechos fundamentales y las leyes se hayan retorcido lo suficiente como para convertir la palabra democracia en solo diez letras. Además quién es víctima lo marca el propio estado, quedando en los márgenes, en el precipicio del olvido las otras víctimas que cuestionan el estado de derecho y la justicia. Su olvido nos enfrenta a la cara más oscura y podrida del sistema.
La lucha antiterrorista no está libre de contradicciones, se juega en la línea que separa el derecho del delito, pero lo que ha ocurrido en estas últimas décadas no se puede obviar, no se puede mirar hacia otro lado como si aquí no hubiera pasado nada. Los cimientos de una democracia no pueden estar asentados en la tortura ni en los asesinatos y sus responsables políticos y materiales no pueden ser honrados como grandes personalidades de la política española ni pueden pasear impunemente por nuestras calles. A la sociedad civil se le debe un debate sobre los métodos que se han utilizado. Estamos hablando de derechos humanos violentados por el propio Estado. El Comité contra la Tortura de la ONU afirma que las autoridades españolas no investigan de forma pronta, eficaz, imparcial y completa las denuncias de actos de tortura y malos tratos cometidos por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, incluidas las denuncias de actos presuntamente cometidos durante el régimen de incomunicación y en los casos de uso excesivo de la fuerza por parte de la policía. Ni investigación ni, prácticamente, enjuiciamientos de los presuntos culpables. De lo que estamos hablando aquí es de la necesaria buena salud democrática de nuestra sociedad. Si seguimos mirando hacia otro lado y opinando desde las entrañas, viviremos en una sociedad enferma en la que cualquier cosa te puede pasar.