A estas alturas no hay ni una sola persona que se sorprenda. Nada nos pilla con el pie cambiado. Sabemos que si se puede utilizar una institución del Estado por intereses políticos o personales se hará, que si un partido se puede financiar ilegalmente lo hará y si un político tiene que mentir en el Parlamento, mentirá. Nada de esto nos suena de nuevo sino, es más, consideramos que es el día a día de la política española. Los medios de comunicación informan de lo que ya sabemos o intuimos. El descrédito del político y de la práctica política es tal que, ante los nuevos partidos, la manera de atacarles pasa por hurgar en los curriculum personales y políticos porque algo se encontrará para echárselo directamente a la cara. Y entre los ya conocidos, se establecen competiciones de quién es el más corrupto, ese «y tú más» que sirve para contrarrestar cualquier crítica al partido.
La indignación hacia los políticos es un elemento característico de la época en la que vivimos. Nuestra rabia y enfado los volcamos sobre los partidos políticos. Estos se esfuerzan en hacer creer que los corrompidos son manzanas podridas y, por tanto, la solución pasa por eliminarlas de la cesta, aunque los hechos se obcequen en demostrar lo contrario. Aún así la corrupción no es propia de los partidos políticos sino de un sistema económico, político e institucional determinado. No es solo que no haya habido mecanismos eficaces de prevención sino que el propio sistema, creado en la transición y heredero de la red franquista clientelar, basada en el enchufismo y el nepotismo, facilita el ascenso al poder de los más dados a la corrupción. Este sistema a su vez ha conformado a la sociedad. Todos hemos crecido y nos hemos educado en una sociedad en la que determinadas acciones poco éticas o directamente ilegales se han entendido, edulcorado o ignorado.
Lo que vivimos actualmente era predecible hace décadas pero la indignación se restringía a ciertos sectores políticos marginales, sin suficiente voz y fácilmente neutralizables por los medios de comunicación y la propaganda política. La teoría de las manzanas podridas ha sido una constante en el análisis de los hechos y la simple mención de la posibilidad de que el problema estuviera en la cesta se rechazaba unánimemente. La indignación ni siquiera aparecía en aquellas personas más perjudicadas que se mostraban resignadas ante su situación social y económica, comportamiento que bien pudiera explicarse desde la teoría de la indefensión aprendida. Los más, vivían aceptablemente bien o recibían lo mínimo indispensable, que ya era más de lo que habían tenido anteriormente. Estos solo se indignaban con los del otro partido. Los debates tabernarios se centraban en que los «otros» eran unos ladrones mientras que los «míos» eran la solución a todos los problemas.
A esta dialéctica bélica se reducía el debate político. Un entretenimiento para tontos que nos hacía mirar hacia otro lado. Los corruptos estaban a nuestro alrededor pero invisibles a nuestros ojos. Y es que las cosas aún no nos iban tan mal. No podemos decir que en aquellos años no se destaparan casos de corrupción. Los había y muchos. Lo que sí podemos decir es que estos casos se utilizaban en la diatriba política por muchos de los que hoy se sienten indignados por los tejemanejes de aquellos que votaban. Muchos de los indignados validaron en su momento con el silencio, e incluso con la aprobación, comportamientos absolutamente reprobables, solo porque quiénes los cometían eran de su misma cuerda política. Comportamientos que hubieran significado el cese de la vida política de aquellos que los llevaban a cabo. Lejos de suceder esto, el sistema y la gente que lo sostiene, han convertido en presidente a un político como Mariano Rajoy.
Es probable que no sea el momento. No lo sé. Nuestra mirada está centrada en los políticos y los partidos y no nos permite ampliar el enfoque, pero llegará un momento en el que tendremos que mirar todas las variables que han ayudado a construir este sistema que ahora se derrumba. Sin autocrítica no hay mundo muevo. De la misma manera que no son solo unos corruptos sino el propio sistema el que está corrompido, tendremos también que analizar cómo cada uno de nosotros ha ayudado a mantener durante décadas este despropósito. Tendremos que reflexionar sobre qué ha motivado nuestro silencio o nuestro apoyo. El riesgo es seguir alimentando el monstruo. Por el momento, la crisis nos ha enfadado pero a veces me pregunto si no seguimos siendo esencialmente los mismos de antes.