Cuando unos tipos ponen una bomba en un mercado en Nigeria o secuestran a varias personas y las ejecutan o pegan un tiro en la nuca o ponen una bomba en el aeropuerto de Barajas, lo siguiente es condenar lo ocurrido y procurar que los responsables paguen justamente por esas acciones. Empatizamos con las familias que han perdido a uno de los suyos, entendemos su indignación, su tristeza, su incredulidad y su desconcierto. Pero el terrorismo no solo se puede analizar desde las pérdidas humanas o desde el dolor de las familias, sino también desde las condiciones políticas y sociales que han dado lugar a la aparición de grupos que no dudan en atentar contra otras personas por motivos ideológicos y políticos. Entender este contexto es el que va a favorecer encontrar soluciones que impidan la comisión de estos actos. En el Estado Español se ha confundido deliberadamente la reflexión sobre el terrorismo y sus causas con la justificación y aprobación de las acciones terroristas. Decir que la historia de ETA pasó por varias fases entre las cuales se encontraba una legítima oposición a una dictadura fascista no implica un debate sobre esta opinión, sino la acusación de formar parte de ETA. Te convierte en un terrorista y de esta manera el debate finaliza. Se te sitúa en el lado de los malos, con esa mirada blanquinegra que poco ayuda a que la situación cambie. Una de las implicaciones que ha tenido el terrorismo español, y que se puede generalizar en la historia de otros países, es la instrumentalización de los poderes fácticos de la violencia. Se ha aprovechado electoralmente y ha servido como elemento de control y pegamento de diferentes sectores sociales, con una corrección política que criminalizaba la disensión. Ha servido para ahuyentar uno de los fantasmas de la derecha y de la ultraderecha española como es el secesionismo. Ha servido para evitar que el pueblo vasco diera pasos firmes hacia la independencia, por vías exclusivamente democráticas y políticas. Es decir, convencer desde los argumentos y no desde las armas. Por fortuna el pueblo vasco está ahora en esto, en la lucha política por una idea de país. Este cambio pilló con el pie cambiado a los elementos más recalcitrantes, acostumbrados a lanzar como una andanada el «¿pero condenas o no condenas?» o el «eres ETA». Los mismos que han construido un argumentario del cual no se puede salir por el riesgo de ser acusado de terrorista. Los mismos que entienden el terrorismo como la más valiosa vacuna contra la independencia. Los mismos que no han dudado en utilizar el dolor de las víctimas y de las familias para conseguir votos y para plantar batalla a sus adversarios políticos. La politización de la mayor parte de las asociaciones de víctimas ha sido una de las estrategias más lamentables. Las convirtieron en espacios en los que el proceso de duelo se alargaba de manera artificial y perjudicial para los afectados. De forma interesada se mantuvieron el odio y los deseos de venganza para sostener muchas de las acciones y reivindicaciones que se han defendido desde alguna de estas asociaciones. Un odio y una venganza que han sido utilizadas por políticos de pocos escrúpulos y que han contagiado muchas de las decisiones políticas que se han tomado en los últimos 30 años, fundamentalmente en relación a los presos y en la elaboración de determinadas leyes como la ley de partidos. La miopía política, el revanchismo, los extremismos y la debilidad de la conciencia y de las estructuras democráticas favorecieron la aparición de iniciativas que a su vez suponían un ataque directo contra la idea de la democracia. No solo hablo del GAL sino de los atentados contra la libertad de expresión, la dispersión de los presos o las torturas policiales cometidas en la lucha contra el terrorismo por parte del Estado. Estas acciones, avaladas por todas las instituciones del Estado, provocan que muchas personas se muestren contrarias al acercamiento de presos, cuya defensa es considerada por los más extremistas como una prueba de pertenencia a ETA cuando es una cuestión de justicia. El revanchismo lleva a la petición del cumplimiento integro de las penas incluso para personas que han pasado más de 20 años en prisión, como si todos estos años fueran nada. La historia de ETA está acabada pero permanece en el lenguaje de muchos políticos españoles y en las leyes basadas en la venganza, que no dudan en aplicar desde una adulterada justicia y la complicidad de los cuerpos policiales. El ejercicio de la lucha antiterrorista ha sido y es un impedimento de la construcción democrática. No podemos mirar el terrorismo solo desde su condena sino a la vez entender el daño que ha hecho en las instituciones democráticas, en la policía y en la justicia la aplicación de medidas basadas en la violencia, en la venganza y en la instrumentalización del dolor. Reconocer este otro daño que se ha provocado no es una victoria de ETA sino una victoria de la democracia. Aunque, no nos engañemos, estamos a años luz de conseguir esto.
Hay un aspecto de la lucha antiterrorista de la que se suele hablar muy poco. Los posicionamientos más extremistas vienen de la ultraderecha y esto no es una casualidad. ETA golpeó con dureza al Ejército, la Guardia Civil y a la Policía Armada (después Nacional), mató al delfín del dictador Franco, Carrero Blanco, y además «eran comunistas», es decir, los enemigos más odiados del movimiento nacional. Los gobiernos franquistas y los que protagonizaron la transición no dudaban en calificar las acciones de ETA como terroristas mientras callaban ante los atentados terroristas cometidos por la Alianza Apostólica Anticomunista, el Batallón Vasco Español, los Grupos Armados Españoles, Guerrilleros de Cristo Rey, Antiterrorismo ETA y otras organizaciones ultraderechistas o los que protagonizaban la propia Guardia Civil y la Policía. Muchos de los asesinos de ultraderecha y de las Fuerzas de Orden Público gozaron de impunidad, condenas leves y privilegios penitenciarios. Nadie se escandalizó ante esto excepto las víctimas, familiares y partidos de izquierda (no incluyo, por supuesto, al PSOE). Las víctimas y sus familias no son consideradas en la actualidad víctimas del terrorismo, excepto casos muy puntuales, y las asociaciones de víctimas no les han tenido nunca en cuenta. Son las víctimas olvidadas, de las que nadie habla, a pesar de que hay cientos de ellas. Ni siquiera podríamos hablar de un terrorismo de segunda. Simplemente sus asesinos no eran terroristas. Para ser calificado como tal tenías que ser del GRAPO o de ETA. Era la consecuencia de morir por ser de izquierdas. La injusticia de esta situación es evidente. No se puede construir una democracia real sin saldar cuentas con el pasado y sin hacer justicia. Ya no digo meter en la cárcel a nadie sino reconocer lo que ocurrió, que pasen a la historia como lo que fueron: asesinos. Que las Fuerzas de Seguridad del Estado y el propio Estado pidan perdón a las víctimas olvidadas y reconozcan el daño ocasionado. Si no es así, el peso de esta injusticia condiciona y conforma una democracia hasta el punto de que esta sea solo un sucedáneo. Y nuestra aparente democracia ya tiene demasiados pecados originales.