Es una comunidad de vecinos con una piscina comunitaria y amplias parcelas entre los edificios que la conforman. Hay unos carteles pegados a las paredes que advierten a los vecinos que está prohibido montar en patinete, andar en bici, jugar a la pelota, jugar con carretas o los perros. Los espacios para el ocio son perfectos para el disfrute de los niños pero la intención de quienes idearon las normas pasa por evitarlo y convertirlo en un simple lugar de paso, sin ambición de permanencia. Correr, jugar, divertirse en un entorno seguro está vetado por la obsesión de reglamentar lo comunitario, una palabra que se caracteriza por el intercambio, por el contacto, por el uso comunal de los espacios públicos. Por el contrario, se opta por que permanezcamos en casa y si nos queremos divertir no tenemos más que acudir, obedientemente, a los centros de diversión oficial, más conocidos por centros comerciales. Esto nos pone de relieve cómo se han concebido los espacios comunitarios durante la hegemonía del capital sobre las personas. Literalmente nos los han usurpado. Las personas se han convertido en parte del decorado, que va y viene, entra y sale de las tiendas, se sienta o se levanta de una terraza. Distan mucho de de ser la motivación sobre la que se planifica el urbanismo y el uso de los espacios comunitarios.
En el centro de Madrid es raro ver jugar a los niños en las plazas o a los abuelos sentados en los bancos. Los bancos ahora son de granito, especialmente incómodos, las plazas diáfanas, sin sombras, y a los niños se les recluye en esos parques infantiles cerrados como una metáfora de los continuos límites que obstaculizan el desarrollo saludable de las personas. Estas ciudades nos enferman porque están construidas contra nosotros. Antes los niños tenían toda una plaza para desplegar lo que su imaginación les permitía y ahora les quedan esos parquecitos prefabricados, rodeados de terrazas. La plaza de Santa Ana y la plaza del Ángel en el barrio de las Letras, al lado de la Puerta del Sol, están invadidas por las terrazas. Lo mismo ocurre en la plaza de Jacinto Benavente en cuyo centro ya han puesto, hace más de un año, uno de esos bares-terraza que amenazan poner en la Puerta del Sol. Los beneficios de esta usurpación de los espacios comunitarios a las personas, a base de la proliferación desproporcionada y el descontrol de licencias concedidas por el Ayuntamiento de Madrid, solo redundan en los propietarios de los bares, cafeterías y restaurantes. No revierte en el vecindario, en la habitabilidad de la zona ni en la calidad de vida.
Los espacios comunitarios han dejado de ser comunitarios y se venden al mejor postor. El capitalismo los convierte en una oportunidad de negocio, sin importar el impacto en su entorno ni cómo afecta a las personas que lo habitan. Estas son insignificantes. Y como todo negocio, necesita estar protegido. No es cómodo para los turistas que los niños jueguen a la pelota justo al lado de donde beben y pagan una coca cola tres veces por encima de su valor. Pero incluso estos turistas, junto con los vecinos, se convierten solo en figurantes cuyo único valor es el dinero que tienen y se gastan. Nos homogeneizan, nos convierten en lo mismo: potenciales clientes. No interesa que estemos en la calle si no es para consumir. O en casa o en la tienda. O en el bar. O en el centro comercial. El espacio comunitario es el lugar por donde uno transita para consumir. No podemos permanecer. Si permaneces aparecen las prohibiciones porque resultas molesto. Y si encima tienes conciencia política hasta peligroso.