La disolución de ETA está cada vez más cerca. La apuesta de la Izquierda Abertzale por la vía política, el rechazo de la violencia terrorista de ETA y el reconocimiento de las víctimas, esto último en un contexto de cese definitivo de la violencia, se traduce en un proceso imparable hacia la normalización y la pacificación de Euskal Herria, que no deja de tener sus riesgos pero imparable al fin y al cabo. Con todo, este proceso no debería estar liderado por el sector españolista más ultra que, en el fondo, no le incomoda la existencia de ETA por haberle dado réditos en su lucha contra las ideas independentistas. La simple posibilidad de que esa España Una se rompa provoca urticaria a un mayoritario sector de la derecha española. ETA supone la materialización de un enemigo físico y real contra el que se puede combatir con toda la artillería posible. En este combate se han traspasado los límites que se supone delimitan a un estado democrático, respetuoso con los derechos fundamentales de las personas, con la creación de organizaciones paramilitares o la aplicación sistemática de la tortura por parte de las fuerzas de seguridad del estado, como se ha denunciado también de forma sistemática por organizaciones como Amnistía Internacional. Pero si ETA se va, si finalmente anuncia su disolución, el panorama político con el que se van a encontrar muchos de estos españolistas irredentos será el de grupos políticos que defienden la escisión de una parte de su virginal e indivisible país desde parámetros políticos y democráticos. Por eso no son de extrañar las reacciones radicales y muy críticas hacia todas las decisiones y pasos a la normalización que está dando la izquierda abertzale. Pedirán y se les dará, pero aún así, no tardarán en criticar lo que ellos mismos han pedido. Siempre habrá un pero y nada será suficiente, teniendo en cuenta la lectura esquizofrénica que tienen de la realidad. ETA, aunque parezca mentira, la necesitan algunos.