En la prehistoria del primer gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, nada más ganar las elecciones en el 2004 y ante el grito casi unánime de no nos falles de cientos de simpatizantes, declaró: “os aseguro que el poder no me va a cambiar”. Desde la retrospectiva que nos ofrecen estos 6 últimos años, lejos de coincidir con la derecha rancia en la supuesta ingenuidad del presidente, tengo la impresión de que supo decir lo adecuado en cada momento, aquello que se quería escuchar. La habilidad de manejar el lenguaje, de controlar aquello que se quiere decir, es esencial en un político. No vale la espontaneidad a no ser que sea controlada y dirigida, es decir, no espontánea. El lenguaje político se ha caracterizado por desnaturalizar el significado de las palabras, por decir lo contrario de lo que significan o ocultar detrás de grandes palabras otras intenciones. De tal manera que la palabra libertad en boca de un político como Aznar provoca escalofríos en cualquier persona comprometida y sensible a los derechos humanos. Tan manoseada en las últimas épocas, ha servido para justificar asesinatos indiscriminados a civiles y torturas como en la mal llamada Operación Libertad Duradera que dio el pistoletazo de salida a la guerra de Afganistán el 7 de octubre del 2001. Los bonitos discursos quedan en papel mojado cuando se comparan con las acciones de los gobiernos. Prácticamente ninguno resiste la comparación aunque las hermosas palabras distraigan nuestra atención y creen esperanza, posibilidad o consigan la justificación adecuada, los hechos son los hechos.
La responsabilidad de gobernar son de esas palabras que sirven para justificar decisiones impopulares o notoriamente contradictorias con pensamientos y discursos previos. Es una manera de establecer una distancia insalvable entre gobernantes y gobernados en la que a estos últimos se les sitúa en la tierna infancia, ingenuos y dependientes de las decisiones de los adultos. Sus opiniones serán rechazadas porque no están investidas de la autoridad y la sabiduría necesarias para emitirlas, son las propias de un niño poco experimentado y algo impulsivo. En situaciones de crisis, como la actual, alguien tiene que mantener la compostura y el sentido común, el que proporciona la experiencia del gobierno. En esos momentos delicados y sensibles a las críticas, ante la necesidad de imponer medidas, impuestas a su vez por las fuerzas del sistema, los gobernantes dejan de ser representantes de los ciudadanos y se convierten en autócratas. Cualquier pensamiento, acción o discurso político se convierte en donde dije digo digo diego. Desaparecen ante la responsabilidad de gobernar, que es tan perentoria que se puede renunciar a lo que uno creía, pensaba y defendía con tanta pasión poco tiempo antes.
El poder siempre cambia. Provoca que renunciemos a aquello por lo que creímos y luchamos. Es capaz de provocar que doblemos las rodillas ante las fuerzas del sistema, que caminemos a su lado y no frente a ellas, que trabajemos por mantenerlas y no por eliminarlas. Sirve para colaborar en el mantenimiento y la consolidación del status quo. Así se convierten en políticos homeostáticos. Zapatero no es ajeno a todo esto. La responsabilidad de gobernar ha estado detrás de su defensa de la reforma laboral frente a las protestas de los trabajadores, esos niños chicos, y a la exitosa séptima huelga general de la democracia. También la saca a relucir para elogiar al PNV y a Coalición Canaria por su apoyo a los presupuestos generales del estado que le permiten afrontar la última parte de la legislatura con cierta tranquilidad. Todo sea por la responsabilidad de gobernar aunque sea enfrentada a los ciudadanos. Sí, esos niños chicos.