Demasiado fácil

La precariedad no la trajo la crisis financiera. Ya venía por defecto con el sistema. Lo que ocurre es que mientras estábamos ocupados negociando las hipotecas con el banco y nos hacían los ojos chiribitas cada que vez recibíamos la nómina, la precariedad no era de nuestra incumbencia. Estaba ahí pero no molestaba. Sabíamos que algunas personas cobraban una miseria que les impedía hacer planes personales de vida. Su preocupación se centraba en pagar el alquiler a fin de mes. Eran los que se quedaban prácticamente sin dinero a mitad de mes, los que iban de un trabajo a otro, mal pagados y mal tratados. Pero esto no se percibía como un problema para la gran mayoría. De repente, podían adquirir una vivienda, aunque tuviesen que pagarla el resto de su vida con la condición de mantener siempre el trabajo. Las oportunidades estaban al alcance de la mano. Parecía que la vida les sonreía y esos del margen, los precarios y los de más allá, algo estarían haciendo mal para no beneficiarse de las ventajas del sistema. No importa que no fuera real, bastaba con la posibilidad.

La clase media de este país era feliz y manejaba suficiente dinero como para irse de vacaciones todos los años alrededor del mundo. No importaba que los políticos de los dos grandes partidos no fueran ni parecieran honrados. Meter la mano en los bolsillos ajenos se toleraba porque la mayoría salía ganando. La corrupción era cosa de granujas y aunque fuera más que evidente que los partidos estaban metidos en el ajo, la cosa no iba más allá de un tirón público de orejas, de un quítamelo de las primeras portadas, de un deja que pase el tiempo o de un no te preocupes que los amigos nos ayudarán. No había que ser muy avispado como para entender que quienes son capaces de subvertir los resultados de unas elecciones autonómicas, como en Madrid, serán capaces de hacer cualquier cosa. La estrategia ciudadana más utilizada ha sido mirar hacia otro lado al igual que el silencio y la inacción de la mayoría como cuando se produce un robo en la calle a la vista de decenas de personas. Sabíamos que robaban pero teníamos una casa con una hipoteca, un coche nuevo y hasta podíamos cambiar de trabajo para mejorar nuestra posición económica. Los políticos son unos ladrones, ya lo sabemos, pero yo tengo lo mío.

Cuando nos quitan lo que creíamos que era nuestro, queremos que nos lo restituyan y esta máxima está detrás de la indignación de muchos a partir de la explosión de la crisis financiera. No existe un cuestionamiento del sistema que permitió construir esa ficción. No habrá una reflexión crítica sobre cómo hemos permitido llegar a esta situación porque en el fondo hemos participado gustosamente de la ficción y la hemos defendido como una muestra de que el sistema capitalista funciona. La mayor época de bienestar de nuestra historia, dicen algunos, sobre todo cuando existían los países comunistas que favorecieron que el capitalismo se esforzara en demostrar que lo suyo era mejor. Sin la URSS ya no es necesario disimular. No faltarán los que digan que el capitalismo puede ofrecernos unos niveles de bienestar inimaginables. Inimaginables, sobre todo, para esos que llaman los países del tercer mundo sobre los que se edifican las riquezas del los del primero. ¡Qué felices hemos sido! pero estos ladrones, que antes nos daban y ahora nos quitan, nos han arrebatado nuestros sueños. O nos han despertado del sueño en el que estábamos. La indignación, aún así, es contra los políticos pero no contra el sistema. Por eso los intentos de solución van dirigidos a quitar a esos políticos para poner a otros más honrados, transparentes y creíbles.

Este sistema es más resistente de lo que creíamos a las cuasirevoluciones ciudadanas. La posibilidad de cambio la transforma en homeostasis, sobre todo cuando se participa de cada una de las herramientas creadas por el propio sistema para domesticar cualquier iniciativa mínimamente peligrosa. No es que socaves y revientes las reglas que hay detrás de esas herramientas sino que sigues las reglas que las sostienen y, de esta manera, con el tiempo tus propuestas se convierten en inofensivas. Y si pasa más tiempo, y has ideado una frase ingeniosa que defina a tu movimiento político o social, igual hasta te la estampan en una camiseta o en miles o en millones que sirvan para seguir dando dinero, que en esto consiste todo. Sin antagonistas, sin alternativa, no hay enemigo y el margen de maniobra del sistema es amplísimo, lo suficiente como para saber que te pueden quitar sin devolver. Lo suficiente como para saber que el crecimiento económico depredador no necesita de que tú tengas trabajo y mucho menos que este sea de calidad, que recibas un sueldo digno o que tengas un techo bajo el que te puedas cobijar. El sistema sabe que con lo mínimo controla.

Hoy, los precarios y los que están al margen, en la orilla de la historia, cerca del olvido, son cada vez más. Muchos de ellos pertenecían a esa cosa llamada clase media, que en realidad no media hacia ningún sitio, y se sienten víctimas del sistema que les ha arrebatado lo que creían que era suyo. Y ahora quieren que lo devuelva. Se llevan las manos a la cabeza cada vez que se ventila un nuevo caso de corrupción y evitan pensar que mirando hacia otro lado ayudaron-ayudamos a construir las tramas delictivas. Se indignan cada vez que descubren cuánto gana un político pero sobre dar la vuelta al sistema, no. El capitalismo es el único posible. La única variación es que se dejará de votar a unos para votar a otros. Se volverá a confiar en otros los que nos corresponde hacer en común. Y es que tristemente esta es la única posibilidad que se nos ofrece. No hay otra alternativa. No hay suficientes personas que quieran voltear el sistema porque el más vale malo conocido, que bueno por conocer rige en el fondo de cada una de nuestras acciones. En las formas, somos hiperbólicos y hablamos de revolución, lucha y demás. En el fondo, virgencita, virgencita, que recuperemos lo que nos han quitado. El sistema nos lo pone difícil y nosotros se lo ponemos fácil. Demasiado.

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