Una de las consecuencias más evidentes del conflicto en Libia ha sido la práctica desaparición de la atención mediática a los movimientos populares árabes que reivindican reformas en sus países. Lo que parecía una mecha de pólvora imparable, publicitada a todo color y a doble página, que recorría varios países del Magreb y de Oriente Próximo, se ha mojado con la intervención occidental en Libia. No porque hayan dejado de existir sino porque los medios han decidido dedicarles las líneas justas. La atención del mundo se dirige al malvado Gaddafi y los bombardeos en territorio libio. El seguimiento mediático, con Al Jazeera informando en vivo, de los movimientos populares egipcio y tunecino forman parte ya del pasado. Bahréin o Yemen fueron abandonadas a su suerte.
Buena jugada. La intervención occidental sirve para reducir los movimientos de aquellos que piden cambios. Movimientos que en un primer momento les sorprendió, por lo inesperado y por la rapidez de los acontecimientos, pero a los que supieron dar una respuesta firme y eficaz con la intervención en Libia. Los gobiernos occidentales no son amigos de los pueblos sino de los dirigentes. No valoran si la población de Bahréin es masacrada sino el valor geoestratégico y político que tienen sus actuales dirigentes. Les ha dado igual, durante décadas, la opresión de estos gobiernos sobre sus ciudadanos y ahora eso no va a cambiar. La intervención en Libia está marcada por el éxito popular en Egipto y en Túnez. Sin ello, Gaddafi seguiría siendo nuestro apreciado hijo de puta.